Cuaderno de bitácora

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

La balsa de la Medusa


Existe un enorme óleo en el parisino Museo del Louvre que es difícil contemplar sin sentir un escalofrío. La pinacoteca lo considera una de sus obras estrella. Plasma con impactante patetismo una tragedia que conmocionó a la opinión pública francesa de la época y que ha pasado a la historia con el nombre de La balsa de la Medusa.

En 1816, el país galo estaba inmerso en el período conocido como la Restauración, el régimen surgido tras la derrota final de Napoleón y el restablecimiento de la monarquía borbónica. Al rubricar la nueva coyuntura de paz en virtud de los Tratados de París de 1814 y 1815, Gran Bretaña devolvía a Francia sus colonias ocupadas durante las guerras napoleónicas, entre ellas Senegal.

Con la misión de recuperar el control de los territorios reintegrados, la fragata La Medusa zarpó de la isla de Aix a las 7 de la mañana del 17 de junio de 1816, como parte de la "División Senegal", una flotilla de cuatro navíos con destino al puerto de Saint-Louis. Los otros tres eran la corbeta El Eco, el bergantín El Argus y la barcaza El Loira.

Fue designado al mando de La Medusa, a modo de recompensa por su apoyo al rey, el oficial de marina Hugues Duroy de Chaumareys, de 50 años, que llevaba más de dos décadas sin hacerse a la mar al haber sufrido exilio en Inglaterra desde 1792 por sus ideas monárquicas, cuando era alférez de navío. A pesar de su evidente impericia para dirigir una fragata de tal calibre, se mostró soberbio y desconfiado con sus subordinados, prefiriendo asesorarse de un pasajero llamado Richefort, que afirmaba conocer el litoral africano.

Los 392 tripulantes de La Medusa incluían personal administrativo para el enclave, un batallón de infantería de Marina encargado de su defensa, colonos y científicos. Asimismo, iba quien Luis XVIII había nombrado flamante gobernador de Senegal, el coronel Julien Désiré Schmaltz, junto con su esposa Reine y su hija Eliza.

El capitán Chaumareys cometió el error de alejarse de la flota, que era más lenta, y realizar la ruta en solitario. Se equivocó también al leer los mapas, ignorando a los oficiales experimentados: creyó reconocer el Cabo Blanco cuando aún estaba a 30 kilómetros, convenciéndose de haber pasado el Banco de Arguin, cuyos bajíos han conformado una trampa causante de un gran número de naufragios a lo largo de la historia.

Cuando en la mañana del 2 de julio se dirigían hacia la desembocadura del Senegal, a la altura de Mauritania, el mar adquirió un tono gris verdoso de algas, y su temperatura subió hasta los 22º. Avistaron muchos pájaros y capturaron peces. Aunque Chaumareys prohibió sondear alegando que no debían demorarse, la tripulación coligió de estos signos que corrían el riesgo de encallar y a las tres de la tarde el teniente Maudet, desoyendo las órdenes de inacción, fondeó y descubrió que las aguas eran peligrosamente superficiales. Cuando Chaumareys conminó a cambiar de rumbo, ya era demasiado tarde. La quilla rozó el fondo arenoso y La Medusa embarrancó en los menos de 5 metros de las poco profundas aguas del Banco de Arguin, a unos 60 kilómetros de la costa. Alejada del resto de la expedición, nadie pudo rescatarla.

El capitán dispuso unas maniobras inútiles que solo hicieron perder tiempo. Con el mar en calma, ​​la fragata podría haber sido reflotada. Pero la noche del 5 de julio estalló una tormenta, las anclas cedieron y, al amanecer, el barco fue estrellado contra el arrecife por una enorme ola, haciendo agua por todos lados.

Por ello, decidieron ocupar las naves auxiliares. Pero el buque no contaba con un número suficiente para evacuar a todo el pasaje: solo tenía cuatro botes salvavidas, otro de remos y un esquife. Se mandó construir improvisadamente una balsa con mástiles, tablones y cuerdas, que recibió la denominación de "la Máquina", siendo comisionado para comandarla el guardiamarina de primera clase Jean-Daniel Coudin, de 22 años, quien llevaba unos días con su brazo derecho inutilizado por una contusión.

Aquellos de mayor estatus fueron ubicados en el sexteto de canoas: Chaumareys, los oficiales y el gobernador y su familia. Las restantes 147 personas, entre las que había una única mujer que acompañaba a su marido -ninguno de los dos terminarían la aventura felizmente- y algunos marineros españoles, italianos y africanos, se hacinaron de pie en la inestable balsa de 20 por 7 metros, de la que tirarían los botes con una soga hasta tierra firme. El trasbordo se hizo en una atmósfera de máxima confusión, pues el capitán y los marinos habían consumido alcohol. Vista la poca fiabilidad de la distribución, 17 personas prefirieron permanecer en La Medusa varada, hasta que alguien acudiese a liberarles. Poco sospechaban que solo tres serían res­catadas con vida por El Eco el 26 de agosto, 52 días después del naufragio.

Las seis embarcaciones de pequeño porte iban ligeras de carga. Bien al contrario, la enorme balsa se hundía bajo el peso, alcanzando el agua hasta la mitad de los muslos. En apenas dos horas, la cuerda usada para el remolque se rompió. El juicio no lograría dilucidar la causa: si fortuitamente o cortada deliberadamente por Chaumareys, que viéndose tan lastrado, y preocupado por la eventualidad de quedarse sin víveres o que los balseros abordasen las barcas, soltó amarras y abandonó a su suerte a los ocupantes de la precaria nao. Las lanchas reanudaron su singladura, llegando a la costa unas 48 horas después, mientras la rústica construcción de madera, a la deriva, vivía un infierno.

Tal era la violencia con que soplaba el viento, que algunos cayeron por la borda y se ahogaron, y otros se quebraron piernas o brazos enganchándolos en las vigas mal unidas. Los oficiales, que conservaban sus armas, ocupaban la parte central del entablamento, menos sumergida; en los bordes, anegados de agua, iban los soldados, que habían sido desarmados por precaución.

La primera noche, la mayoría de los barriles de agua y vino fueron arrastrados por las olas. Las galletas, único alimento a bordo, se agotaron en un día. Las existencias de vino fueron racionadas en pequeñas cantidades. La segunda noche estalló una rebelión. Quienes disponían de armas mataron a 70 compañeros para hacer sitio, bajo el pretexto de que se habían amotinado. En plena brutalidad, quienes no contaban con otro modo de defensa, se resistieron a golpes y mordiscos. Días después, una segunda revuelta dejó una treintena de víctimas, también tildadas de sublevadas.

Hacía un calor horrible y el sol les quemaba. Tras agotar el poco líquido que llevaban, bebieron agua salada y orina. Intentaron comer vainas de espadas, cajas de cartuchos, lino, cuero de sombreros y excrementos. Al tercer día, impulsados por la necesidad de sobrevivir, comenzaron con el canibalismo de los cadáveres, de los que seccionaban tiras de carne que dejaban secar al sol.

Tras una semana solo quedaban 28 náufragos, aún demasiados para el poco espacio disponible, por lo que fríamente arrojaron al mar infestado de tiburones a los 13 enfermos, heridos o enajenados. Restaron solo 15 personas, entre ellas el guardiamarina Coudein, que comandaba la balsa.

En la decimotercera jornada, el 17 de julio, avistaron un bajel: era El Argus, un navío de la flotilla capitaneado por el teniente Parnajon, enviado por Chaumareys. Pero su encomienda no era buscar víctimas, pues el capitán creía que a estas alturas ya no habría nadie con vida, sino recuperar tres barriles con 92.000 francos en monedas de oro y plata. De la quincena de seres humanos hallados, un tercio iban tan maltrechos que morirían poco después de atracar en Saint-Louis.

En 1817, dos supervivientes, el cirujano de Marina Jean-Baptiste Savigny y el ingeniero-geógrafo Alexandre Corréard, publicaron el libro Naufragio de la fragata La Medusa, denunciando la negligencia del capitán. El texto se convirtió en superventas. El descubrimiento de los horribles detalles sacudió a la sociedad francesa, deprimida por la debacle napoleónica y sumida en la indolencia de un nuevo régimen que nacía desfasado.

La oposición liberal a la Restauración borbónica culpó de lo ocurrido a la ineficacia de la monarquía, forzando la dimisión del ministro de Marina y la renuncia del gobernador de Senegal. Se celebró un consejo de guerra contra Chaumareys en Rochefort, presidido por el contralmirante L. de la Tullaye y compuesto por siete capitanes de la Marina, que lo inhabilitó como oficial naval y lo condenó a tres años de prisión en el fuerte de Ham, de 1817 a 1820, por incompetencia en el mando de La Medusa y por abandonar el barco el primero. Una vez consumado el internamiento, Chaumareys se retiró a la mansión de su familia materna, el castillo de Lachenaud, en Limousin, pasando sus últimos veinticinco años de vida entre estrecheces económicas y la hostilidad de la población. Su hijo acabaría suicidándose. 

Théodore Géricault, un artista de 28 años, se propuso reflejar el traumático episodio en un cuadro de corte realista. Había expuesto dos obras en el Salón de París, el escaparate oficial del arte francés, llamando la atención de la crítica.

El artista se entrevistó con los dos autores del relato testimonial y trazó esbozos basándose en sus declaraciones. Viajó a Le Havre para tomar apuntes del mar. Las grandes dimensiones del lienzo (5 por 7 metros) le obligaron a mudarse de su pequeño taller de la calle des Martyrs a otro más amplio en Faubourg-du-Roule, camino de Neuilly.

Encargó una réplica de la balsa al propio carpintero que padeció la catástrofe, y la llevó a su estudio. Para configurar los cuerpos con total realismo y teatralidad hizo posar a los mismos damnificados, así como a su amigo el pintor Delacroix, para el joven tendido boca abajo en la almadía, y a su asistente, Louis-Alexis Jamar. En la escena, Savigny está en el centro y Corréard agita sus brazos hacia El Argus.

Para lograr fidelidad al dramatismo de los cadáveres, Géricault realizó bocetos en una morgue, y consiguió que un amigo médico le cediera restos anatómicos, que impregnaron el taller de fetidez, y que apiló en la reproducción de la balsa para tomar modelo del que recrear el caos en la composición.

Aunque en un primer momento había elegido representar un escenario de antropofagia, recapacitó que, de hacerlo, la pintura sería censurada, y optó por retratar el instante en que divisan el barco que aparece a salvarlos.

Trabajó frenética y obsesivamente en la obra ocho meses, de noviembre de 1818 hasta junio de 1819, sin salir del estudio, absteniéndose de cualquier contacto humano excepto la portera que le llevaba la comida y su asistente Jamar.

El óleo fue aceptado para exponerse en el Salón de París inaugurado el 25 de agosto de 1819, con la condición de que su título no aludiese a La Medusa, quedando en el muy genérico de Escena de naufragio. A pesar de ello y de estar colgado muy alto, causó un gran revuelo, pues todos identificaron a La Medusa. Los conservadores, escandalizados, señalaron el horror que provocaba, alejado de los cánones de belleza clásica. Los liberales leyeron en él una metáfora del siniestrado régimen político nacional coetáneo.

Géricault llevó el cuadro a Lon­dres, cosechando una recepción entusiasta. En el Egyptian Hall, en Piccadilly Circus, fue contemplado por 40.000 personas. Hubo ofertas para comprarlo, de un caballe­ro británico y de un grupo de nobles franceses, estos con la intención de destruirla por su condición escandalosa. Finalmente, Luis XVIII la adquirió por 6.000 francos y la donó al Museo del Louvre, donde continúa en la actualidad, en 1824, poco después de la muerte del artista a los 32 años, por las secuelas de un accidente de equitación y la tuberculosis.

Géricault nunca llegaría a conocer el perdurable éxito que estaba llamado a gozar. Su tumba en el cementerio de Père Lachaise de París lo inmortaliza en bronce, sujetando la paleta y el pincel, tendido sobre un bajorrelieve de La balsa de la Medusa. La tragedia no sería tan conocida en la actualidad si no existiera este lienzo, icónica inspiración del movimiento romántico.